Reykjavik
Primero fue la palabra que escuché,
simplemente la palabra. La garganta se tensó
y la lengua, firme, para soltar la v intensa,
las ks entrecortadas.
El retumbar de la r
en la cavidad de la boca hizo resonar un paisaje
riguroso: Rey-k-ja-vik.
Luego había un lienzo gris que permaneció
vacío por días, colgado allí
en algún lugar de la mente, meciéndose
al rasguido de esa
palabra sincopada
(un mantra de cosas murmuradas).
Hoy es un mar gris, un cielo gris elevándose
sobre él, exhibiendo un intenso oleaje y desplome,
tosiendo una espuma blanca. De lo hondo
el dios-foca llega, llamando desde
su inframundo: nada en
lo profundo, cruza
el océano, ¿de qué
otra forma aprenderás a hablar?
Mi mundo es azul ahora que lo sigo.
Tramamos un rumbo lento debajo de los botes pesqueros,
silenciosamente evitando las redes que ellos arrastran.
Él me ha traído hasta la sala de espera
de mí mismo a través del corredor azul del océano.
Pero no debo engañarme, porque pronto
me pararé solitario sobre una playa glacial.
Las olas azotan las rocas. Me arrastro
entre la rompiente, me mezclo con los caracoles, las piedras
y el trueno de las
gaviotas llenando en mundo.
La luz salada quema mis ojos –los colores son desteñidos
y metálicos acá. Un
viento cortante lame mi piel.
Es un mensajero de la nieve –ven, ven.
Una ciudad se acuclilla no lejos de acá.
(Supongo que es una ciudad como todas las demás: gente
atareada en los comercios y calles, autos que circulan
en un fluir constante, conversación que viaja
por los mostradores
de pubs y restaurantes-
Es la divisa de la sangre viva).
No busco esos consuelos esta mañana.
Es la violencia del génesis de las aguas
rompiendo el rojo
desorden de la placenta, los primeros sonidos
confundidos con el amanecer débil. Comienzo a caminar.
A cada paso los años se disuelven. Me vuelvo a desnudar
capa por capa hasta que ya queda casi nada:
el esbozo de un nido
de pájaro, las misteriosas
letras en el reverso de una piedra,
las sílabas de la luna barridas por el viento.
La palabra se vuelve a formar en mis labios. Reykjavik.
El lugar es nombrado. Retorno al lugar donde comencé.
Una ventana. Un escritorio. Un pedazo de papel y una
lapicera.
La noche se ovilla sobre el cristal de la ventana.
Yo completamente solo en mi guarida.
Versión: Marina Kohon
Reykjavik
At first it
was the word I heard,
simply the
word. The throat tightened
and tongue
taut, to spit out the sharp v,
the clipped
k’s. The rumble of the r
in the cave
of the mouth echoes a harsh
landscape:
Rey-k-ja- vik.
Then there
was a grey canvas that lay
empty for
days, just hanging there
somewhere inside
the mind, swaying
to the
thrum of that syncopated word
(it a
mumbled mantra of sorts).
Today it is
a grey sea, a grey sky rising
from it,
flexing a heavy swell and fall,
coughing up
a white froth. From below
the seal-god
comes, calling from
his underworld:
swim deep, cross
the sea, how else will you learn to speak?
Blue is my world now that I follow him.
We weave a
slow course beneath the fishing boats,
soundlessly
dodging the nets they drag behind them.
He has
brought me to the waiting room
of myself
across the blue corridor of ocean.
But I must
not be fooled, for soon
I will stand
alone on a glacial shore.
The waves
lash against the rocks. I crawl up
from the
surf, scramble over the shells and stones
and the
thunder of seagulls that fills the world.
The salty
light burns my eyes- colours are washed
and metallic
here. A sharp wind licks my skin.
It is a
messenger of the snow- follow, follow.
A city
squats not far from here.
(I suppose
it is a city like all others: people
busy in the
shops and streets, cars going past
in a steady
flow, conversation shuttled
along the
counters of restaurants and pubs-
it is the
currency of the living blood.)
I do not
seek such comforts this morning.
It is the
violence of genesis I’m after: the waters
breaking,
the mess of afterbirth, the first sounds
garbled out
into the weak daybreak. I begin to walk.
With each
step the years dissolve. I strip back self
layer by
layer till there is little left:
this crawling
in a bird’s nest, the mysterious
writings on
the underside of a stone,
the windswept
syllable of the moon.
The word
forms again on my lips. Reykjavik.
The place
is named. I return to where I began.
A window. A desk. A piece of paper and pen.
The night
huddles against the pane,
I all alone
in my hidden den.
Noel Duffy,
On Light & Carbon, Ward Wood Publishing, 2013.