jueves, 6 de julio de 2023

Eduardo Cormick: Un relato de Las huellas del olvido

 





VENDIMIA AMARGA


Dejaremos esta casa. Cerraré el portón del taller y llevaré mis herramientas. Los

campos verdes y húmedos, las colinas floridas estarán sembradas de casas

fantasmales como ésta. Los vecinos también se irán, porque aquí sólo crece la

propiedad de los señores ingleses y el hambre de nuestras familias.

Cargaremos nuestros bienes en baúles y los llevaremos. No dejaremos nada que

podamos llevar con nosotros. No le deberemos nada a nadie. Mi oficio servirá allá

como fue útil acá, ya lo verás.

Usaremos la ropa que has cosido para nosotros y para los niños. Pronto tendremos

dinero suficiente para cambiar todos nuestros trajes por otros, nuevos y a la moda.

Ocuparemos asientos en el tren, comeremos un poco del budín que lleves en la

canasta. Preguntaremos a los vecinos del coche si también ellos van al puerto, si ellos

también van a embarcarse, mientras la locomotora bufa rumbo a Cork. Los niños

preguntarán cómo es un barco. ¿Cómo es un barco?

+++

Conoceremos el barco al llegar a puerto. Allí estará el Dresden esperándonos para

abordar. Treparemos la rampa tomados de la mano y escucharemos la voz que nos

indicará dónde deberemos ubicarnos. Tercera clase, nos dirá con voz aburrida.

Navegaremos veinte días y noches a través del mar. Veremos salir el sol y lo

veremos esconderse. La luna nacerá en el mar y se mezclará con las estrellas.

Cantarás baladas en las noches y los pasajeros harán los coros. Preguntaremos

también a nuestros camaradas de viaje qué saben de ese lugar al que viajaremos.

Nos mostrarán cartas de sus parientes, que contarán cómo se multiplican las ovejas

y que para atravesar un campo hay que viajar un día entero.

Dirán que al llegar al puerto de Buenos Aires nos estarán esperando para llevarnos a

unos campos hacia el norte, donde crecen las familias, los ganados y cultivos de

suizos y lombardos. Ahí, como ellos, sembraremos trigo; criaremos vacas, caballos,

ovejas. Seremos agricultores como nuestros abuelos y multiplicaremos, como ellos,

cereales y ganado.

Como cualquier pueblo, esa colonia agrícola necesitará un carpintero. Serán

cuatrocientas familias, cuatrocientas mesas con sus bancos. Serán cuatrocientas

camas, porque todos los esposos querrán tener su cama. Serán las camas para sus

hijos porque un día harán cama para ellos. Habrá que poner ventanas en las casas, y

puertas.

Nos ofrecerán cuarenta hectáreas para cada familia. ¿Cuántos acres son cuarenta

hectáreas? ¿Serán cien acres? ¿Quién de nosotros podría tener cien acres en nuestro

país? Todas nuestras cuentas serán distintas con cien acres. Nos darán bolsas de

semillas para la primera siembra, algunas cabezas de ganado que crecerá con nuestro

trabajo.

Llegaremos al puerto de Buenos Aires que nos recibirá con calor y humedad que

nadie podría aventurar como real. Nos arrinconarán en un galpón inmenso al que

llaman Hotel de Inmigrantes y nos informarán que serán otros los planes. Que ya no

iremos hacia el norte sino rumbo al sur, donde nos espera una colonia vitícola.

Cuatrocientas millas al sur. Será más lejos que ir de Cork a Derry, si alguien alguna

vez pensara en hacer ese viaje.

¿Qué habrá de los cien acres de tierra para cultivar? ¿Habrá semillas?

Nos visitará un caballero que dirá con entusiasmo que también es irlandés por parte

de madre; aunque nació en Boston eligió venir a esta tierra tan fecunda. Lo

acompañará una comisión de caballeros británicos que confirma que nos será dado

todo lo prometido, tal vez más: cada día, una ración de leche, un kilo de carne, pan,

harina, dos onzas de arroz, media onza de sal. Cada mes, dos kilos de jabón, cuatro

de un té que beben en esa tierra, un kilo de tabaco, ocho hojas de papel, tal vez café,

una onza de azúcar y leña para cocinar y darnos calor. ¿Quién necesitará leña si nos

pasamos transpirando día y noche?

Nos llevarán a una estación ferroviaria donde montaremos un tren que se parece al

nuestro; ya nos sentiremos un poco mejor. Todo comenzará a resultarnos familiar.

Nuestros hijos abrirán los ojos para tragarse cada metro de esos campos con un

horizonte que no se termina nunca. Las estaciones de ferrocarril serán como las de la

isla; pensamos que sólo falta que la gente hable nuestro idioma y cuando el guarda de

tren pasa a controlar los pasajes habla como nosotros. Habremos encontrado el lugar

en el que soñamos pasar nuestros días. Llegará la noche atravesando esa planicie

desnuda, en la que Dios no ha puesto un árbol y sólo el ferrocarril pone una estación

cada diez millas, rodeada de extensa nada.

Al amanecer, el padre Mathew descubrirá el comienzo de una suave ondulación del

terreno; en un punto increíblemente lejano una sombra azul crece contra el cielo y

llamará a eso Cura Malal. Nos reiremos. Serán raras las palabras que escuchemos en

estos nuevos días.

Nos apearemos en una de esas estaciones en medio de la planicie. Habrá un cartel

que nos dirá que estamos en Napostá; reiremos otra vez. Habremos llegado.

¿Habremos llegado?

Nos esperarán para llevarnos en unos carretones tirados por bueyes, marcharemos

por caminos que sólo verán los animales y el hombre que los conduce, silencioso

como un buey, en ondulantes colinas de arena. ¿Será como el desierto que les tocó

atravesar a José y María con el Niño? ¿Así será un desierto? Sabremos que no lo es

porque veremos a un lado la línea del ferrocarril. El señor norteamericano que

administra la colonia nos dirá que pronto tendremos una estación de ferrocarril para

nosotros, y que eso se llamará La Vitícola.

¿Quién de todos los que viajaremos en el tren hacia Napostá con su nombre tan

simpático, sobre las carretas hacia La Vitícola, sabrá cómo se cuida una vid?

+++

Agradeceremos por las tiendas para protegernos del sol del verano, la lluvia del otoño, el frío del invierno. Agradeceremos por las bolsas con comida. Preguntaremos cuándo llegarán las maderas para construir las casas; cuándo llegarán los animales para criar y los esquejes para implantar las vides. Preguntaremos cómo se cultiva la vid, y ¿cuándo nos darán los prometidos mil pesos?

Preguntaremos al padre Mathew por qué se irá; ¿dónde se irá? ¿Sudáfrica? Preguntaremos quién se ocupará de nosotros. Cuándo llegará alguien de aquella comisión británica que nos prometió tanto. Cuándo volveremos a ver a ese simpático caballero nacido en Boston. A quién preguntaremos, si no habrá nadie que nos visite en la colonia.

Buscaremos un lugar en el que sepultar a los niños que se nos morirán por el hambre y las diarreas. Buscaremos un camino para salir de allí de algún modo. Trataremos de caminar rumbo a la estación Napostá, porque la hermosa estación La Vitícola no tendrá jefe ni se detendrá un tren junto a sus andenes.

Caminaremos tal vez hacia el norte, donde creeremos que está Buenos Aires, o hacia el sur, donde están levantando, entre médanos y arroyos, una ciudad llamada Bahía Blanca.

Preguntaré a un hombre que pasará junto a nosotros en el camino cómo podré hacer para salir de este lugar maldito. Me mirará desde la altura de un enjaezado caballo negro, antes de decirme que sí, que este es el Huecuvú Mapú, el país del diablo, y echar a reír sobre el repentino galope del potro endemoniado.

Ya no me quedarán motivos para reír.


Las huellas del olvido. (Relatos). Buenos Aires, El Bien del Sauce edita, 2022, 150 pag.




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