lunes, 10 de diciembre de 2012

Eamon Grennan: Los Pintores de Cavernas






Los Pintores de Cavernas


 

 

Sosteniendo sólo un manojo de luz

ellos se apretujaban en la oscuridad, en cuclillas

hasta que la gran cámara de piedra

florecía  a su alrededor y se paraban

en un enorme vientre de

luz parpadeante y penumbra, un lugar

para comenzar. Manos alzadas proyectaban sombras

sobre las formas más elegantes del resplandor.

 

Dejaron atrás el mundo de clima y pánico

y  siguieron, dibujando la oscuridad

en su estela,  pulsando como una sola vibración

hacia el centro de la piedra. Los pigmentos mezclados en grandes caparazones

minerales  molidos, pétalos y pólenes,  bayas

y  los jugos astringentes que  destilaban

de las cortezas elegidas. Las bestias

           comenzaban a formarse desde manos y matas de hojas

(empapados en ocre, manganeso, raíz de rubia,  blanco malva)

trazando sobre la roca agreste, permitiendo  a cuestas y contornos

moldear aquellas formas  por azar,  convenciendo

a inclinaciones rigurosas,  pliegues y bultos

prestarse para ser cuellos,  vientres,  ancas hinchadas

una  frente o  un giro de cuerno, colas y melenas

encrespándose en un loco galope.

 

Intenso y humano,  ellos unen

el reino mineral, vegetal, animal

a sí mismos,  inscribiendo

la única línea continua

de la cual todo depende,  desde

ese centro impenetrable

hacia los espacios intangibles de luz y aire, hasta

la velocidad del caballo, el miedo del bisonte, el arco

de ternura  que esta vaca panzona

curva sobre su ternero-eje, o  el ritual

de muerte con lanzas

que se eriza en la ijada golpeada

del ciervo. En esta línea ellos dejan

una figura humana hecha con palos,  cabeza de pico

y una pequeña mano calcárea.

 

Nunca sabremos si trabajaron en silencio

como gente rezando- la forma en que nuestros monjes

Iluminaron sus propias eras oscuras

en  sombreados   claustros de roca,

donde ideaban un conectado

laberinto de encendidas afinidades

para  discernir  en el encaje y fábula de la naturaleza

su consciente,   deslumbrante  sexto sentido

de un dios de las sombras- o si (como pájaros

trazando su gran linaje alrededor del globo)

sostuvieron un constante rumor

de alabanza,  estímulo, reclamo.

 

No importa: sabemos

ellos fueron con canales de luz

hacia la oscuridad;  acordaron

con el mundo dado; debieron haber tenido

-cuando sus manos se movían incesantemente

a la luz de la telaraña- un deseo que

reconoceríamos: ellos  -antes de seguir

más allá de la zona limítrofe, ese ningún lugar

que está ahora aquí-  dejarían algo

erguido y brillante, detrás de ellos, en la oscuridad.

Eamon Grennan 

Versión:  Marina Kohon

 

 




The Cave Painters

Holding only a handful of rushlight
they pressed deeper into the dark, at a crouch
until the great rock chamber
flowered around them and they stood
in an enormous womb of
flickering light and darklight, a place
to make a start. Raised hands cast flapping shadows
over the sleeker shapes of radiance.


They’ve left the world of weather and panic
behind them and gone on in, drawing the dark
in their wake, pushing as one pulse
to the core of stone. The pigments mixed in big shells
are crushed ore, petals and pollens, berries
and the binding juices oozed
out of chosen barks. The beasts

begin to take shape from hands and feather-tufts
(soaked in ochre, manganese, madder, mallow white)
stroking the live rock, letting slopes and contours
mould those forms from chance, coaxing
rigid dips and folds and bulges
to lend themselves to necks, bellies, swelling haunches,
a forehead or a twist of horn, tails and manes
curling to a crazy gallop.

Intent and human, they attach
the mineral, vegetable, animal
realms to themselves, inscribing
the one unbroken line
everything depends on, from that
impenetrable centre
to the outer intangibles of light and air, even
the speed of the horse, the bison’s fear, the arc
of gentleness that this big-bellied cow
arches over its spindling calf, or the lancing
dance of death that
bristles out of the buck’s
struck flank. On this one line they leave
a beak-headed human figure of sticks
and one small, chalky, human hand.

We’ll never know if they worked in silence
like people praying—the way our monks
illuminated their own dark ages
in cross-hatched rocky cloisters,
where they contrived a binding
labyrinth of lit affinities
to spell out in nature’s lace and fable
their mindful, blinding sixth sense
of a god of shadows—or whether (like birds
tracing their great bloodlines over the globe)
they kept a constant gossip up
of praise, encouragement, complaint.

It doesn’t matter: we know
they went with guttering rushlight
into the dark; came to terms
with the given world; must have had
—as their hands moved steadily
by spiderlight—one desire
we’d recognise: they would—before going on
beyond this border zone, this nowhere
that is now here—leave something
upright and bright behind them in the dark.




Eamon Grennan, from Out of Sight: New and Selected Poems 

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