Los Pintores de Cavernas
Sosteniendo sólo un manojo de luz
ellos se apretujaban en la oscuridad, en
cuclillas
hasta que la gran cámara de piedra
florecía a su alrededor y se paraban
en un enorme vientre de
luz parpadeante y penumbra, un lugar
para comenzar. Manos alzadas proyectaban sombras
sobre las formas más elegantes del resplandor.
Dejaron atrás el mundo de clima y pánico
y siguieron, dibujando la oscuridad
en su estela, pulsando como una sola
vibración
hacia el centro de la piedra. Los pigmentos
mezclados en grandes caparazones
minerales molidos, pétalos y
pólenes, bayas
y los jugos astringentes
que destilaban
de las cortezas elegidas. Las bestias
comenzaban a formarse desde manos y matas de hojas
(empapados en ocre, manganeso, raíz de rubia, blanco
malva)
trazando sobre la roca agreste,
permitiendo a cuestas y contornos
moldear aquellas formas por
azar, convenciendo
a inclinaciones rigurosas, pliegues y
bultos
prestarse para ser cuellos, vientres, ancas
hinchadas
una frente o un giro de
cuerno, colas y melenas
encrespándose en un loco galope.
Intenso y humano, ellos unen
el reino mineral, vegetal, animal
a sí mismos, inscribiendo
la única línea continua
de la cual todo depende, desde
ese centro impenetrable
hacia los espacios intangibles de luz y aire,
hasta
la velocidad del caballo, el miedo del bisonte, el
arco
de ternura que esta vaca panzona
curva sobre su ternero-eje, o el ritual
de muerte con lanzas
que se eriza en la ijada golpeada
del ciervo. En esta línea ellos dejan
una figura humana hecha con
palos, cabeza de pico
y una pequeña mano calcárea.
Nunca sabremos si trabajaron en silencio
como gente rezando- la forma en que nuestros monjes
Iluminaron sus propias eras oscuras
en sombreados claustros
de roca,
donde ideaban un conectado
laberinto de encendidas afinidades
para discernir en el encaje y
fábula de la naturaleza
su
consciente, deslumbrante sexto sentido
de un dios de las sombras- o si (como pájaros
trazando su gran linaje alrededor del globo)
sostuvieron un constante rumor
de alabanza, estímulo, reclamo.
No importa: sabemos
ellos fueron con canales de luz
hacia la oscuridad; acordaron
con el mundo dado; debieron haber tenido
-cuando sus manos se movían incesantemente
a la luz de la telaraña- un deseo que
reconoceríamos: ellos -antes de seguir
más allá de la zona limítrofe, ese ningún lugar
que está ahora aquí- dejarían algo
erguido y brillante, detrás de ellos, en
la oscuridad.
Versión: Marina Kohon
The Cave Painters
they pressed deeper into the dark, at a crouch
until the great rock chamber
flowered around them and they stood
in an enormous womb of
flickering light and darklight, a place
to make a start. Raised hands cast flapping shadows
over the sleeker shapes of radiance.
They’ve left the world of weather and panic
behind them and gone on in, drawing the dark
in their wake, pushing as one pulse
to the core of stone. The pigments mixed in big shells
are crushed ore, petals and pollens, berries
and the binding juices oozed
out of chosen barks. The beasts
begin to take shape from hands and feather-tufts
(soaked in ochre, manganese, madder, mallow white)
stroking the live rock, letting slopes and contours
mould those forms from chance, coaxing
rigid dips and folds and bulges
to lend themselves to necks, bellies, swelling haunches,
a forehead or a twist of horn, tails and manes
curling to a crazy gallop.
Intent and human, they attach
the mineral, vegetable, animal
realms to themselves, inscribing
the one unbroken line
everything depends on, from that
impenetrable centre
to the outer intangibles of light and air, even
the speed of the horse, the bison’s fear, the arc
of gentleness that this big-bellied cow
arches over its spindling calf, or the lancing
dance of death that
bristles out of the buck’s
struck flank. On this one line they leave
a beak-headed human figure of sticks
and one small, chalky, human hand.
We’ll never know if they worked in silence
like people praying—the way our monks
illuminated their own dark ages
in cross-hatched rocky cloisters,
where they contrived a binding
labyrinth of lit affinities
to spell out in nature’s lace and fable
their mindful, blinding sixth sense
of a god of shadows—or whether (like birds
tracing their great bloodlines over the globe)
they kept a constant gossip up
of praise, encouragement, complaint.
It doesn’t matter: we know
they went with guttering rushlight
into the dark; came to terms
with the given world; must have had
—as their hands moved steadily
by spiderlight—one desire
we’d recognise: they would—before going on
beyond this border zone, this nowhere
that is now here—leave something
upright and bright behind them in the dark.
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