Claire Keegan
RECORRE LOS CAMPOS AZULES
KEEGAN, CLAIRE
"Con una prosa lírica y reflexiva, en constante tensión con una oscura melancolía, Keegan desnuda en estos relatos la vida en la Irlanda rural contemporánea. Historias de abuso familiar e incesto, matrimonios sin salida, celibatos quebrantados, soledades a veces aliviadas por el alcohol, otras por los sueños, bullen debajo de la quietud del paisaje. Un retrato contundente de una lucha con el pasado atravesada por los anhelos y deseos de sus protagonistas. "Keegan toma los clichés de la vida rural irlandesa y los hace arder". The Guardian "Hay personas que ven el mundo a través de un vidrio rosa,..."pero Claire Keegan no es una de ellas. En su sensacional segundo libro? árboles, sombras, campos, la cercana costa escarpada y la atmósfera en general, todo se tiñe de azul. Los relatos de Keegan son el equivalente literario de las pinturas del período azul de Picasso". San Francisco Chronicle.
FRAGMENTO...
Temprano, las mujeres llegaron con flores, cada una de un tono más intenso de rojo. En la
capilla, donde esperaban, su perfume era fuerte. El organista volvía a tocar sin prisa la
toccata de Bach, pero un estremecimiento de duda se extendía por los bancos. La
inclinación del sol matinal ya había cruzado el escalón de granito de la pila bautismal y se
había deslizado hacia la fuente. El sacerdote alzó la cabeza y se quedó mirando fijo las
puertas abiertas, donde las damas de honor, vestidas de seda verde, permanecían en silencio.
Más allá, una nube pálida se deshacía en el cielo de abril. Deshecha, había empezado a
dispersarse antes de que John Lawlor subiera los escalones para entregar a su única hija.
Sin ninguna referencia al tiempo, el sacerdote le dio la bienvenida a todo el mundo y
prosiguió con la ceremonia. Hubo un momento en que tropezó con las palabras, pero,
enseguida, se expresaron los votos y Jackson le puso a ella en el dedo el sencillo anillo de
oro. En la sacristía, el sacerdote advirtió cómo le temblaba la mano a la novia cuando
levantó la pesada lapicera fuente, lo tenue que fluía la tinta oscura en el registro, pero los
gruesos trazos de Jackson claramente expresaban su nombre.
Ahora, el sacerdote está afuera y contempla los terrenos de la capilla. Es un día fresco,
brillante y con viento. El confeti voló entre las lápidas, el empedrado, por encima del
sendero del camposanto. Sobre el tejo, se agita un pedazo de velo. El sacerdote se estira y lo
saca de la rama. Se siente rígido al tacto, más extraño que tela. Ahora le gustaría cambiarse
de ropa y salirse del camino campestre, cruzar la cerca y bajar hasta el río. Allá, en el
terreno pantanoso, entre los campos, su presencia haría que los patos salvajes se
dispersaran. Más hacia abajo, en la orilla del río, se sentiría en calma, pero, no bien gira la
llave de la puerta, enfrenta la calle, donde está su deber.
Hoy muchos de los negocios del pueblo están cerrados: en la vidriera de la carnic ería, las
bandejas de metal limpias están vacías; detrás del cristal de la mercería, las persianas no se
mueven. Solo está abierta la puerta del puesto de diarios y revistas; una muchacha con
tijeras recorta los titulares de los diarios de ayer. El sacerdote cruza la calle y camina por la
avenida hasta el hotel. Alguna vez esa fue propiedad protestante. A ambos lados, los árboles
son altos y ahí el viento es extrañamente humano. A través de los sauces se alcanza a oír un
delicado discurso. Los olmos se inclinan en un tenue susurro. Hay algo a propósito del lugar
que evoca el pasado antiguo: el perro de caza, la lanza, la rueca. La historia depara no poco
placer. Lo reciente es otra cuestión y recordarlo es penoso.
Afuera, están reunidos sobre el césped, la novia y el novio con sus parientes. Las damas de
compañía, con sus vestidos llamativos, se ríen ahora de algo que ha dicho el padrino de
boda. Enfrente está el fotógrafo, diciéndoles dónde y cómo pararse. El sacerdote cruza la
alfombra roja y se llega hasta ahí para volverle a dar la mano al novio. Este es un hombre
bajo, de ojos celestes comunes y de una gran fuerza corporal.
–Les deseo lo mejor –dijo el sacerdote–. Espero que sean muy felices.
–Gracias, padre. ¿Por qué no sube para salir en la foto con nosotros? –dice, ubicándolo al
lado de la novia.
La novia es una belleza, cuyo vestido deja ver sus hombros pecosos. Contra la piel, le
cuelga pesadamente un largo collar de perlas. El sacerdote se ubica al lado sin tocarla y
contempla la línea blanca de su cuero cabelludo que separa su brillante cabello rojo. Se la
ve calma, pero el ramo que lleva en la mano tiembla.
–Debes de tener frío –le dice.
–No.
–Sí.
–No –le dice ella–. No siento nada.
Finalmente, ella lo mira. Sus ojos verdes son fríos y nada revelan.
–¡Miren para acá, por favor!El sacerdote mira las nubes, por encima de la cabeza del fotógrafo. Las nubes se están
moviendo con rapidez, oscureciendo el sol, proyectando lógicas sombras sobre el prado.
–¡Bien! Así –dice el fotógrafo. El grupo se queda quieto mientras aprieta el botón y luego se
desarma–. ¿Podemos reunir ahora a la familia del novio? Por favor, que todos los miembros
de la familia del novio den un paso.
Adentro del hotel está el calor de la muchedumbre, el flujo de los invitados. Cerca de la
recepción, un mozo sirve ponche. Otro tiene un cuchillo afilado y corta tajadas de un gran
salmón ahumado. Los invitados hacen cola, buscan tenedores, alcaparras, rodajas de limón.
A su alrededor, hay flores. El sacerdote nunca vio flores como esas: tulipanes
completamente abiertos, jacintos azules, gladiolos acampanados. Se queda al lado de un
florero de cristal con rosas y las huele. Tienen un perfume pesado. La necesidad de un trago
se le impone y se dirige al bar.
–Hola, padre –dice Miss Dunne, una mujer robusta, con un vestido multicolor–. Fue una
ceremonia decorosa. Usted la hizo corta y agradable.
–Esa es la parte fácil, Miss Dunne. Espero que ahora sean felices.
–Solo el tiempo lo dirá –responde ella–. Podría adelantarse a los acontecimientos.
El sacerdote sonríe.
–¿Le ofrezco algo para beber?
–No –dice Miss Dunne–. Nunca bebo –agrega cruzándose de brazos.
–¿Nunca?
–No. Nunca. Si no sabe por qué, quédese hasta que se haga de noche.
–¿Querrá un refresco?
–No –responde–. Esperaré a la cena.
El sacerdote se da cuenta de que ella está a gusto ahí, sola. Va al bar y pide un whiskey
caliente. La camarera suspira y enciende la tetera eléctrica, corta una rodaja de limón con
clavo, introduce una cucharita en un vaso vacío. El sacerdote mira hacia el gentío y espera
que caiga alguien. Mayormente son mujeres las que le hablan. Allí hay personas a quienes
les gustaría hablarle. Hay otras que le deben dinero.
Mrs Jackson, la madre del novio, se acerca. Tiene colores subidos, que contrastan con su
vestido lila. Se saca el sombrero y, no sabiendo dónde dejarlo, se lo vuelve a poner.
–¿Adónde iba a ir con esto? –dice–. Una vieja como yo.
Es el antiguo juego que a él solía gustarle y del cual se cansó: se tiran a menos, de modo
que él pueda halagarlas con facilidad. Siempre buscando un cumplido.
–Quiere dejar eso –dice él–. ¿No ve que luce maravillosa?
–Dios nos asista, padre, pero usted sabe poco de esto –dice la mujer, una pulgada más alta
que antes.
–Qué fácil darse cuenta de que es un sacerdote –dice la sobrina de Mrs Jackson–. Un
hombre nunca diría eso –agrega estudiando el salón, claramente decepcionada por los
hombres que hay allí.
Mrs Jackson deja pasar la observación.
–Bueno, al menos ya hay algo hecho. Ahora me queda solo uno y, Dios sabe, puede que me
quede con él hasta elfin de mis días.
–¿No cree que se casará?
–¿Quién lo querría? Una verdadera lata, eso es lo que es. Todo trabajo y todo juego. Nada
en el medio.
–¿Quiere una bebida, Mrs Jackson?
–No –responde ella–. Dios santo, saldré a ver cómo marcha la comida.
Una joven, que no es de la parroquia, está apoyada en la barra, esperando que le sirvan. Se
apoya en el peluquero, quien contempla su vaso.
–¿Qué diría usted, padre? ¿El vaso está medio lleno o medio vacío?
–Está como a usted le parezca –responde el sacerdote.–Bueno, no sé qué han estado bebiendo –dice la mujer–, pero seguramente no puede ser una
cosa sin que sea la otra.
El peluquero frunce el ceño y luego registra lo que dijo la joven.
–Mujeres –dice, meneando la cabeza–. Las mujeres siempre tienen una respuesta.
Una niña del cortejo pasa corriendo, arrastrando más niños. El whiskey caliente lo
tranquiliza, le recuerda las noches invernales de su juventud. Comienza a pensar en Navidad
y en su madre, en cómo ella vertía la cerveza negra en el pudín y lo hacía revolver, lo hacía
desear. Sin obligarlo, lo había alentado al sacerdocio. Una vez, cuando era monaguillo,
estaba en la sacristía y se permitió pasar la mano por sobre la sotana, la sobrepelliz. La luz
invernalse teñía sobre la alta ventana y en la capilla el coro estaba practicando “Grande Tú
eres”. En ese momento sintió abrirse el camino, pero no hay tiempo para demorarse en esas
cosas. Lawlor, el padre de la novia, se había acercado, serio, y le daba un apretón de manos.
El sacerdote siente el dinero en la palma.
–Algo por sus molestias –dijo Lawlor en voz baja.
–Gracias –aceptó el sacerdote–. Fue un placer.
Lawlor es un viudo con doscientos acres camino a Carlow. La corbata de seda está
perfectamente anudada, sus rayas hacen resaltar el rojo oscuro de la trama del traje. Es un
hombre conocido por su buen gusto, agradable. Mira al novio, al otro lado del bar, que tiene
la cabeza inclinada, oyendo algo que otro hombre está diciendo.
–¿Cree que el hermano del novio aguantará de pie? –pregunta Lawlor.
–¿No van a servir pronto la cena? –dice el sacerdote.
–Lo hemos arreglado, así que no tendremos que estar haciendo tiempo. Nos estarán
llamando en cualquier momento –dice y se vuelve en silencio, para contemplar de nuevo al
novio–. Cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza, uno no puede interponerse en su
camino. Es mejor salirse del medio.
–Las cosas tienen su propio modo de arreglarse –lo consuela el sacerdote.
–Algunas, sí –dice Lawlor, dejando caer la cabeza, tocando el taburete con la punta de su
gran zapato lustrado–. Uno tiene que apartarse y dejarlos, dejar que cometan sus propios
errores. Ese es el problema. Y si uno no se mete en ese problema, se busca más.
La muchacha que estaba sirviendo el ponche va hasta el bar con un gong.
–¡Por favor, tomen asiento! ¡Damas y caballeros! ¡Se va a servir la cena!
Hay una oleada de sorpresa. Las mujeres buscan sus carteras. Los bebedores se dejan llevar
por el pánico y piden otra ronda. Hay un tránsito paulatino hacia el salón de baile, donde se
han dispuesto las mesas.
–Si llegara a necesitarme –dice el sacerdote–, sabe dónde estoy.
–Espero no tener que llamarlo –dice Lawlor.
–De cualquier manera, llámeme –dice el sacerdote–. La mayor parte de las noches estoy en
casa.
En el baño de caballeros, parado frente al espejo, se lava las manos y se peina, sacándose el
cabello de la frente. Le está creciendo rápido, le cae sobre los ojos, aunque la última vez
que fue al peluquero se lo cortaron mucho. Donal Jackson, el padrino de bodas, llega, se
inclina contra la pared y orina. El chorro es largo y hace ruido contra los azulejos. Se da
vuelta antes de guardar la pija. Es una pija grande y le cuesta volvérsela a meter adentro de
los pantalones alquilados.
–Lindo adorno, ¿no, padre? –dice–. Casi como el suyo. –¡Basta! –grita Kennedy, quien ha
tirado la cadena y sale del cubículo–. No hay necesidad de eso. ¿Quieres guardar esa cosa?
–dice un tanto divertido–. No le preste atención a este canalla, padre. No le haga caso.
Al salir, el sacerdote oye risas. Hubo un tiempo, no hacía mucho, en que ellos habrían
esperado hasta que élno hubiese podido oír. Debe ir al bar y serenarse una vez más. Las
bodas son difíciles. La bebida fl uye y las palabras salen, y él tiene que estar allí. Un
hombre pierde a su hija con un hombre más joven. Una mujer ve cómo su hijo desperdicia su vida con una mujer de menor valía. Es algo en lo que creen a medias. Está el gasto, la
sensiblería, el no volver atrás. Cada vez que se hacen promesas en público, la gente llora.
Está en la barra y se pide un vasito de Powers
1
. Cuando la camarera se lo da, le dice que ya
está pago. El sacerdote levanta la vista. En el extremo de la barra, sosteniendo una pinta de
cerveza negra, está el novio. Levanta la copa y le sonríe. El sacerdote alza el whiskey y
bebe un sorbo. Nunca antes, hasta ahora, se le había ocurrido que Jackson
podría saber.
La multitud llenó el salón de baile, ahora ocupado por las mesas puestas. Están la platería
alineada, la llama de las velas, el deslizarse de las sillas sobre la madera encerada. Media
parroquia está ahí; una pequeña boda no bastaría. En la mesa principal, están ocupados
todos los lugares, menos el del novio. ¿Por qué el sacerdote supuso que allí habría una silla
que le estaría reservada? Torpemente, hace una recorrida por las mesas, buscando su lugar.
Miss Dunne le hace señas, le indica. Lo han sentado en una mesa con parientes. A su
izquierda, el tío de la novia. A su derecha, la tía del novio.
–Veo que lo han mandado con los demás pecadores –dice la tía.
El sacerdote no le responde. Durante un minuto o dos, le saca todo el jugo que puede al
tema del tiempo y luego mira el menú. Los platos están impresos en dorado, y tienen una
opción: sopa crema de vegetales como entrada, o carne de cangrejo servida en palta.
Después, salmón cocido con salsa de perejil o cordero con salsa de romero.
KEEGAN, CLAIRE
"Con una prosa lírica y reflexiva, en constante tensión con una oscura melancolía, Keegan desnuda en estos relatos la vida en la Irlanda rural contemporánea. Historias de abuso familiar e incesto, matrimonios sin salida, celibatos quebrantados, soledades a veces aliviadas por el alcohol, otras por los sueños, bullen debajo de la quietud del paisaje. Un retrato contundente de una lucha con el pasado atravesada por los anhelos y deseos de sus protagonistas. "Keegan toma los clichés de la vida rural irlandesa y los hace arder". The Guardian "Hay personas que ven el mundo a través de un vidrio rosa,..."pero Claire Keegan no es una de ellas. En su sensacional segundo libro? árboles, sombras, campos, la cercana costa escarpada y la atmósfera en general, todo se tiñe de azul. Los relatos de Keegan son el equivalente literario de las pinturas del período azul de Picasso". San Francisco Chronicle.
FRAGMENTO...
Temprano, las mujeres llegaron con flores, cada una de un tono más intenso de rojo. En la
capilla, donde esperaban, su perfume era fuerte. El organista volvía a tocar sin prisa la
toccata de Bach, pero un estremecimiento de duda se extendía por los bancos. La
inclinación del sol matinal ya había cruzado el escalón de granito de la pila bautismal y se
había deslizado hacia la fuente. El sacerdote alzó la cabeza y se quedó mirando fijo las
puertas abiertas, donde las damas de honor, vestidas de seda verde, permanecían en silencio.
Más allá, una nube pálida se deshacía en el cielo de abril. Deshecha, había empezado a
dispersarse antes de que John Lawlor subiera los escalones para entregar a su única hija.
Sin ninguna referencia al tiempo, el sacerdote le dio la bienvenida a todo el mundo y
prosiguió con la ceremonia. Hubo un momento en que tropezó con las palabras, pero,
enseguida, se expresaron los votos y Jackson le puso a ella en el dedo el sencillo anillo de
oro. En la sacristía, el sacerdote advirtió cómo le temblaba la mano a la novia cuando
levantó la pesada lapicera fuente, lo tenue que fluía la tinta oscura en el registro, pero los
gruesos trazos de Jackson claramente expresaban su nombre.
Ahora, el sacerdote está afuera y contempla los terrenos de la capilla. Es un día fresco,
brillante y con viento. El confeti voló entre las lápidas, el empedrado, por encima del
sendero del camposanto. Sobre el tejo, se agita un pedazo de velo. El sacerdote se estira y lo
saca de la rama. Se siente rígido al tacto, más extraño que tela. Ahora le gustaría cambiarse
de ropa y salirse del camino campestre, cruzar la cerca y bajar hasta el río. Allá, en el
terreno pantanoso, entre los campos, su presencia haría que los patos salvajes se
dispersaran. Más hacia abajo, en la orilla del río, se sentiría en calma, pero, no bien gira la
llave de la puerta, enfrenta la calle, donde está su deber.
Hoy muchos de los negocios del pueblo están cerrados: en la vidriera de la carnic ería, las
bandejas de metal limpias están vacías; detrás del cristal de la mercería, las persianas no se
mueven. Solo está abierta la puerta del puesto de diarios y revistas; una muchacha con
tijeras recorta los titulares de los diarios de ayer. El sacerdote cruza la calle y camina por la
avenida hasta el hotel. Alguna vez esa fue propiedad protestante. A ambos lados, los árboles
son altos y ahí el viento es extrañamente humano. A través de los sauces se alcanza a oír un
delicado discurso. Los olmos se inclinan en un tenue susurro. Hay algo a propósito del lugar
que evoca el pasado antiguo: el perro de caza, la lanza, la rueca. La historia depara no poco
placer. Lo reciente es otra cuestión y recordarlo es penoso.
Afuera, están reunidos sobre el césped, la novia y el novio con sus parientes. Las damas de
compañía, con sus vestidos llamativos, se ríen ahora de algo que ha dicho el padrino de
boda. Enfrente está el fotógrafo, diciéndoles dónde y cómo pararse. El sacerdote cruza la
alfombra roja y se llega hasta ahí para volverle a dar la mano al novio. Este es un hombre
bajo, de ojos celestes comunes y de una gran fuerza corporal.
–Les deseo lo mejor –dijo el sacerdote–. Espero que sean muy felices.
–Gracias, padre. ¿Por qué no sube para salir en la foto con nosotros? –dice, ubicándolo al
lado de la novia.
La novia es una belleza, cuyo vestido deja ver sus hombros pecosos. Contra la piel, le
cuelga pesadamente un largo collar de perlas. El sacerdote se ubica al lado sin tocarla y
contempla la línea blanca de su cuero cabelludo que separa su brillante cabello rojo. Se la
ve calma, pero el ramo que lleva en la mano tiembla.
–Debes de tener frío –le dice.
–No.
–Sí.
–No –le dice ella–. No siento nada.
Finalmente, ella lo mira. Sus ojos verdes son fríos y nada revelan.
–¡Miren para acá, por favor!El sacerdote mira las nubes, por encima de la cabeza del fotógrafo. Las nubes se están
moviendo con rapidez, oscureciendo el sol, proyectando lógicas sombras sobre el prado.
–¡Bien! Así –dice el fotógrafo. El grupo se queda quieto mientras aprieta el botón y luego se
desarma–. ¿Podemos reunir ahora a la familia del novio? Por favor, que todos los miembros
de la familia del novio den un paso.
Adentro del hotel está el calor de la muchedumbre, el flujo de los invitados. Cerca de la
recepción, un mozo sirve ponche. Otro tiene un cuchillo afilado y corta tajadas de un gran
salmón ahumado. Los invitados hacen cola, buscan tenedores, alcaparras, rodajas de limón.
A su alrededor, hay flores. El sacerdote nunca vio flores como esas: tulipanes
completamente abiertos, jacintos azules, gladiolos acampanados. Se queda al lado de un
florero de cristal con rosas y las huele. Tienen un perfume pesado. La necesidad de un trago
se le impone y se dirige al bar.
–Hola, padre –dice Miss Dunne, una mujer robusta, con un vestido multicolor–. Fue una
ceremonia decorosa. Usted la hizo corta y agradable.
–Esa es la parte fácil, Miss Dunne. Espero que ahora sean felices.
–Solo el tiempo lo dirá –responde ella–. Podría adelantarse a los acontecimientos.
El sacerdote sonríe.
–¿Le ofrezco algo para beber?
–No –dice Miss Dunne–. Nunca bebo –agrega cruzándose de brazos.
–¿Nunca?
–No. Nunca. Si no sabe por qué, quédese hasta que se haga de noche.
–¿Querrá un refresco?
–No –responde–. Esperaré a la cena.
El sacerdote se da cuenta de que ella está a gusto ahí, sola. Va al bar y pide un whiskey
caliente. La camarera suspira y enciende la tetera eléctrica, corta una rodaja de limón con
clavo, introduce una cucharita en un vaso vacío. El sacerdote mira hacia el gentío y espera
que caiga alguien. Mayormente son mujeres las que le hablan. Allí hay personas a quienes
les gustaría hablarle. Hay otras que le deben dinero.
Mrs Jackson, la madre del novio, se acerca. Tiene colores subidos, que contrastan con su
vestido lila. Se saca el sombrero y, no sabiendo dónde dejarlo, se lo vuelve a poner.
–¿Adónde iba a ir con esto? –dice–. Una vieja como yo.
Es el antiguo juego que a él solía gustarle y del cual se cansó: se tiran a menos, de modo
que él pueda halagarlas con facilidad. Siempre buscando un cumplido.
–Quiere dejar eso –dice él–. ¿No ve que luce maravillosa?
–Dios nos asista, padre, pero usted sabe poco de esto –dice la mujer, una pulgada más alta
que antes.
–Qué fácil darse cuenta de que es un sacerdote –dice la sobrina de Mrs Jackson–. Un
hombre nunca diría eso –agrega estudiando el salón, claramente decepcionada por los
hombres que hay allí.
Mrs Jackson deja pasar la observación.
–Bueno, al menos ya hay algo hecho. Ahora me queda solo uno y, Dios sabe, puede que me
quede con él hasta elfin de mis días.
–¿No cree que se casará?
–¿Quién lo querría? Una verdadera lata, eso es lo que es. Todo trabajo y todo juego. Nada
en el medio.
–¿Quiere una bebida, Mrs Jackson?
–No –responde ella–. Dios santo, saldré a ver cómo marcha la comida.
Una joven, que no es de la parroquia, está apoyada en la barra, esperando que le sirvan. Se
apoya en el peluquero, quien contempla su vaso.
–¿Qué diría usted, padre? ¿El vaso está medio lleno o medio vacío?
–Está como a usted le parezca –responde el sacerdote.–Bueno, no sé qué han estado bebiendo –dice la mujer–, pero seguramente no puede ser una
cosa sin que sea la otra.
El peluquero frunce el ceño y luego registra lo que dijo la joven.
–Mujeres –dice, meneando la cabeza–. Las mujeres siempre tienen una respuesta.
Una niña del cortejo pasa corriendo, arrastrando más niños. El whiskey caliente lo
tranquiliza, le recuerda las noches invernales de su juventud. Comienza a pensar en Navidad
y en su madre, en cómo ella vertía la cerveza negra en el pudín y lo hacía revolver, lo hacía
desear. Sin obligarlo, lo había alentado al sacerdocio. Una vez, cuando era monaguillo,
estaba en la sacristía y se permitió pasar la mano por sobre la sotana, la sobrepelliz. La luz
invernalse teñía sobre la alta ventana y en la capilla el coro estaba practicando “Grande Tú
eres”. En ese momento sintió abrirse el camino, pero no hay tiempo para demorarse en esas
cosas. Lawlor, el padre de la novia, se había acercado, serio, y le daba un apretón de manos.
El sacerdote siente el dinero en la palma.
–Algo por sus molestias –dijo Lawlor en voz baja.
–Gracias –aceptó el sacerdote–. Fue un placer.
Lawlor es un viudo con doscientos acres camino a Carlow. La corbata de seda está
perfectamente anudada, sus rayas hacen resaltar el rojo oscuro de la trama del traje. Es un
hombre conocido por su buen gusto, agradable. Mira al novio, al otro lado del bar, que tiene
la cabeza inclinada, oyendo algo que otro hombre está diciendo.
–¿Cree que el hermano del novio aguantará de pie? –pregunta Lawlor.
–¿No van a servir pronto la cena? –dice el sacerdote.
–Lo hemos arreglado, así que no tendremos que estar haciendo tiempo. Nos estarán
llamando en cualquier momento –dice y se vuelve en silencio, para contemplar de nuevo al
novio–. Cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza, uno no puede interponerse en su
camino. Es mejor salirse del medio.
–Las cosas tienen su propio modo de arreglarse –lo consuela el sacerdote.
–Algunas, sí –dice Lawlor, dejando caer la cabeza, tocando el taburete con la punta de su
gran zapato lustrado–. Uno tiene que apartarse y dejarlos, dejar que cometan sus propios
errores. Ese es el problema. Y si uno no se mete en ese problema, se busca más.
La muchacha que estaba sirviendo el ponche va hasta el bar con un gong.
–¡Por favor, tomen asiento! ¡Damas y caballeros! ¡Se va a servir la cena!
Hay una oleada de sorpresa. Las mujeres buscan sus carteras. Los bebedores se dejan llevar
por el pánico y piden otra ronda. Hay un tránsito paulatino hacia el salón de baile, donde se
han dispuesto las mesas.
–Si llegara a necesitarme –dice el sacerdote–, sabe dónde estoy.
–Espero no tener que llamarlo –dice Lawlor.
–De cualquier manera, llámeme –dice el sacerdote–. La mayor parte de las noches estoy en
casa.
En el baño de caballeros, parado frente al espejo, se lava las manos y se peina, sacándose el
cabello de la frente. Le está creciendo rápido, le cae sobre los ojos, aunque la última vez
que fue al peluquero se lo cortaron mucho. Donal Jackson, el padrino de bodas, llega, se
inclina contra la pared y orina. El chorro es largo y hace ruido contra los azulejos. Se da
vuelta antes de guardar la pija. Es una pija grande y le cuesta volvérsela a meter adentro de
los pantalones alquilados.
–Lindo adorno, ¿no, padre? –dice–. Casi como el suyo. –¡Basta! –grita Kennedy, quien ha
tirado la cadena y sale del cubículo–. No hay necesidad de eso. ¿Quieres guardar esa cosa?
–dice un tanto divertido–. No le preste atención a este canalla, padre. No le haga caso.
Al salir, el sacerdote oye risas. Hubo un tiempo, no hacía mucho, en que ellos habrían
esperado hasta que élno hubiese podido oír. Debe ir al bar y serenarse una vez más. Las
bodas son difíciles. La bebida fl uye y las palabras salen, y él tiene que estar allí. Un
hombre pierde a su hija con un hombre más joven. Una mujer ve cómo su hijo desperdicia su vida con una mujer de menor valía. Es algo en lo que creen a medias. Está el gasto, la
sensiblería, el no volver atrás. Cada vez que se hacen promesas en público, la gente llora.
Está en la barra y se pide un vasito de Powers
1
. Cuando la camarera se lo da, le dice que ya
está pago. El sacerdote levanta la vista. En el extremo de la barra, sosteniendo una pinta de
cerveza negra, está el novio. Levanta la copa y le sonríe. El sacerdote alza el whiskey y
bebe un sorbo. Nunca antes, hasta ahora, se le había ocurrido que Jackson
podría saber.
La multitud llenó el salón de baile, ahora ocupado por las mesas puestas. Están la platería
alineada, la llama de las velas, el deslizarse de las sillas sobre la madera encerada. Media
parroquia está ahí; una pequeña boda no bastaría. En la mesa principal, están ocupados
todos los lugares, menos el del novio. ¿Por qué el sacerdote supuso que allí habría una silla
que le estaría reservada? Torpemente, hace una recorrida por las mesas, buscando su lugar.
Miss Dunne le hace señas, le indica. Lo han sentado en una mesa con parientes. A su
izquierda, el tío de la novia. A su derecha, la tía del novio.
–Veo que lo han mandado con los demás pecadores –dice la tía.
El sacerdote no le responde. Durante un minuto o dos, le saca todo el jugo que puede al
tema del tiempo y luego mira el menú. Los platos están impresos en dorado, y tienen una
opción: sopa crema de vegetales como entrada, o carne de cangrejo servida en palta.
Después, salmón cocido con salsa de perejil o cordero con salsa de romero.
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