domingo, 7 de agosto de 2022

La estatua de la Virgen de Granard habla

 






 

Puede ser amargo aquí en tiempos como estos,

el viento de noviembre soplando desde la frontera.

Sus semillas de hielo te hacen doler el alma.

El pueblo entero arropado seguro y soñando,

hasta las cosas salvajes se han escondido en la tierra, y yo

atascada aquí en esta gruta, sin ni siquiera

una estrella o planeta que alivie mi vigilia.

El aullido no parará. Los árboles

se retuercen en agonía como si fueran a liberarse

y despegar- viajeros fantasmas

en el viento que lleva indicios

de pueblos acuartelados, ciudades amuralladas, calles de guetos

donde los hombres se cazan unos a otros e invocan

los varios nombres de Dios como bendiciendo

sus estrategias muertas, sus maniobras nocturnas.

Más cerca de casa el viento pasa por

sobre lagos muertos. Escucho a los peces ahogarse.

Siento el gusto del agua estancada mezclada

con el humo de la turba de las granjas alrededor.

Me llaman Mary- Bendecida, Santa, Virgen.

Me unen al mito de un hombre crucificado:

el flagelo y la caída, y la caída otra vez,

la corona de espinas, el golpe del martillo en el hierro

en la muñeca y cadera, el sagrado corazón sangrante.

Me llaman Madre de todo este dolor

a pesar de no aparearme con un hombre mortal.

se arrodillan ante mí y sus plegarias

se elevan como chispas de una fogata

que arde un momento, luego se apaga.

Puede ser hermoso aquí a veces. La primavera,

verano temprano. Niñas en vestidos de comunión

rivales pálidas del desorden en los setos vivos

del perejil de las vacas y espinos en flor, el perfume

de cada acre de juncos que queda para el heno

cuando la luz oscila más, con el sol retirándose al norte.

O la gracia de un casamiento de mitad de verano

cuando la tierra misma llama a aparearse

y me liberaría de estas vestiduras tiesas,

totalmente azules, totalmente blancas, como si le hubiesen

robado sus colores al cielo de un niño. Mi ser

grita para ser reencarnado, reencarnado

manchada y despeinada en una cama suave.

Hasta un entierro de otoño puede tener su pompa.

Los setos cargados con el peso de la fruta

silvestre, endrina, baya, escaramujo; las nubes se desplazan

rápidamente hacia el este con el aroma de las peras, frutas caídas en 

secreto en los largos pastizales de las huertas, y algún alma vieja 

desciende a su piel. La muerte es justo otra cosecha

planeada para el juego de la estación.

Pero es en la noche de todos los Difuntos que no

hay respiro de la agudeza del viento.

No me asombraría si cada cuerpo viniera volando

desde el cementerio para unirse con exaltación al vendaval

una cacofonía de huesos implorándole el Juicio Final al cielo

y liberación de ser la consciencia del pueblo.

En una noche así recuerdo a la chica

que vino sólo con quince veranos,

y se echó en completa soledad a mis pies

sin partera o doctor o amiga que sostuviera su mano

y empujó su secreto hacia la noche,

lejos del pueblo arropado en pequeños escándalos,

afectado por regateos, palabras rotas, rezos, promesas,

y a pesar de que ella lloró agonizando

no me moví,

no levanté un dedo para ayudarla,

no intercedí ante el cielo

tampoco susurré la palabra sagrada en el oído de Dios.

En una noche como ésta cuento los días que faltan para el solsticio

y  para la vuelta de la luz.

Oh sol,

centro de nuestra estúpida danza,

ardiente corazón de piedra,

derretida madre de todos nosotros,

escúchame y ten piedad.



Paula Meehan

Trad: Marina Kohon


From Mysteries of the Home (2013) 

About the poem

As a young working-class girl growing up in inner-city Dublin one of Paula Meehan’s favourite images was that of the statue, in the Pro-Cathedral, of Stella Maris/Star of the Sea. The Virgin Mother stands upon a crescent moon, her head surrounded by stars. Many years later, Paula Meehan wrote this unsettling, powerful poem in response to a shocking event. In January 1984 a fifteen-year-old girl named Ann Lovett died giving birth, in secret, to her baby son, at the hillside grotto on the outskirts of her home town of Granard, Co. Longford. She was found by passersby but by then her baby boy was dead and she herself died later that day, 31 January, in hospital. A whole generation still remembers the name Ann Lovett and the awful heartbreak and loneliness associated with her story.

 


The Statue of the Virgin at Granard Speaks


It can be bitter here at times like this,
November wind sweeping across the border.
Its seeds of ice would cut you to the quick.
The whole town tucked up safe and dreaming,
even wild things gone to earth, and I
stuck up here in this grotto, without as much as
star or planet to ease my vigil.

The howling won’t let up. Trees
cavort in agony as if they would be free
and take off — ghost voyagers
on the wind that carries intimations
of garrison towns, walled cities, ghetto lanes
where men hunt each other and invoke
the various names of God as blessing
on their death tactics, their night manoeuvres.
Closer to home the wind sails over
dying lakes. I hear fish drowning.
I taste the stagnant water mingled
with turf smoke from outlying farms.

They call me Mary — Blessed, Holy, Virgin.
They fit me to a myth of a man crucified:
the scourging and the falling, and the falling again,
the thorny crown, the hammer blow of iron
into wrist and ankle, the sacred bleeding heart.
They name me Mother of all this grief
though mated to no mortal man.
They kneel before me and their prayers 

fly up like sparks from a bonfire
that blaze a moment, then wink out.

It can be lovely here at times. Springtime,
early summer. Girls in Communion frocks
pale rivals to the riot in the hedgerows
of cow parsley and haw blossom, the perfume
from every rushy acre that’s left for hay
when the light swings longer with the sun’s push north.

Or the grace of a midsummer wedding
when the earth herself calls out for coupling
and I would break loose of my stony robes,
pure blue, pure white, as if they had robbed
a child’s sky for their colour. My being
cries out to be incarnate, incarnate,
maculate and tousled in a honeyed bed.

Even an autumn burial can work its own pageantry.
The hedges heavy with the burden of fruiting
crab, sloe, berry, hip; clouds scud east
pear scented, windfalls secret in long
orchard grasses, and some old soul is lowered
to his kin. Death is just another harvest
scripted to the season’s play.

But on this All Souls’ Night there is
no respite from the keening of the wind.
I would not be amazed if every corpse came risen
from the graveyard to join in exaltation with the gale,
a cacophony of bone imploring sky for judgement
and release from being the conscience of the town.

On a night like this I remember the child
who came with fifteen summers to her name,
and she lay down alone at my feet
without midwife or doctor or friend to hold her hand
and she pushed her secret out into the night,
far from the town tucked up in little scandals,
bargains struck, words broken, prayers, promises,
and though she cried out to me in extremis
I did not move,
I didn’t lift a finger to help her,
I didn’t intercede with heaven,
nor whisper the charmed word in God’s ear.

On a night like this I number the days to the solstice
and the turn back to the light.
O sun,
centre of our foolish dance,
burning heart of stone,
molten mother of us all,
hear me and have pity.

 

 


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