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domingo, 15 de mayo de 2016

Paula Meehan: Mi padre vislumbrado como una visión de san Francisco












PAULA MEEHAN

Mi padre vislumbrado como una visión de san Francisco
                                                                       a Brendan Kennelly

Fue el caballo overo en el jardín vecino
el que me despertó asustada
con su relincho madrugador. Estaba de nuevo
en el trastero de la casa,
que ahora es la habitación de mi hermano,
lleno de vigas, suéters y secretos.
Las botellas tintinearon en el peldaño de la puerta,
el primer autobús se detuvo en la parada.
El resto de la casa dormía

a excepción de mi padre. Lo oí
rastrillar la ceniza del hogar,
enchufar la tetera, tararear un fragmento de canción.
Después abrió la puerta trasera
y salió al jardín.

El otoño casi había concluido, la primera escarcha
blanqueaba las tejas de la finca.
Él era mayor de lo que yo había supuesto,
tenía el cabello completamente plateado,
y por primera vez vi que encorvaba
los hombros, vi que tenía
las piernas rígidas. ¿Qué hace ahí,
tan temprano que hacia el oeste aún hay estrellas?

Entonces llegaron ellos: pájaros
de todos los tamaños, formas, colores; llegaron de
los setos y los arbustos,
de los aleros y los cobertizos de los jardines,
de los polígonos industriales, los campos lejanos,
llegaron de Dubber Cross
y de las cunetas de North Road.

El jardín se convirtió en un pandemonio
cuando mi padre levantó rápidamente las manos
y arrojó las migajas al aire. El sol

iluminó la chimenea de O’Reilly
y él resplandeció de pronto,
una perfecta visión de san Francisco,
sano, joven de nuevo,
en un jardín de Finglas.




PAULA MEEHAN (Dublín, 1955),  Mysteries of the Home, Bloodaxe Books, Newcastle, 1997.
Versión de Jonio González






My Father Perceived as a Vision of St Francis                                                           for Brendan Kennelly

It was the piebald horse in next door’s garden
frightened me out of a dream
with her dawn whinny. I was back
in the boxroom of the house,
my brother’s room now,
full of ties and sweaters and secrets.
Bottles chinked on the doorstep,
the first bus pulled up to the stop.
The rest of the house slept

except for my father. I heard
him rake the ash from the grate,
plug in the kettle, hum a snatch of a tune.
Then he unlocked the back door
and stepped out into the garden.

Autumn was nearly done, the first frost
whitened the slates of the estate.
He was older than I had reckoned,
his hair completely silver,
and for the first time I saw the stoop
of his shoulder, saw that
his leg was stiff. What’s he at?
So early and still stars in the west?

They came then: birds
of every size, shape, colour; they came
from the hedges and shrubs,
from eaves and garden sheds,
from the industrial estate, outlying fields,
from Dubber Cross they came
and the ditches of the North Road.

The garden was a pandemonium
when my father threw up his hands
and tossed the crumbs to the air. The sun

cleared O’Reilly’s chimney
and he was suddenly radiant,
a perfect vision of St Francis,
made whole, made young again,
in a Finglas garden.






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