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jueves, 16 de enero de 2014

Claire Keegan: Tres Luces








Pasando la cocina, unos escalones alfombrados llevan a un cuarto amplio. Allí hay una cama de dos plazas con una colcha afelpada y veladores a cada lado. Ahí sé, es donde duermen y, por alguna razón, me pone contenta que duerman juntos. La mujer me conduce a través de la habitación hasta el baño, pone un tapón y abre completamente las canillas. La bañera se llena y el cuarto blanco cambia como si cierto tipo de ceguera se hubiese apoderado de nosotras: podemos ver todo y, sin embargo, no podemos ver.
-Brazos arriba- dice, y me saca el vestido.
Prueba el agua y entro, confiando en ella, pero el agua está demasiado caliente.
-Adentro- me dice.
-Está demasiado caliente.
-Ya te vas a acostumbrar.
Meto un pie entre el vapor y vuelvo a sentir la misma quemazón. Mantengo el pie en el agua y entonces, cuando me parece que ya no aguanto más, cambio de parecer y veo que puedo. Esta bañera tiene más agua que cualquier otra en que me haya bañado. Mamá nos baña con la menor cantidad de agua posible y nos hace compartirla. Al cabo de un rato, me recuesto y miro a la mujer a través del vapor mientras ella me friega los pies. La mugre de debajo de las uñas me la saca con unas pincitas. Aprieta el envase de plástico del champú, me enjabona el pelo y me lo enjuaga. Después me hace poner de pie y me pasa el jabón de arriba a abajo con un trapo. Sus manos son como las manos de mi madre, pero hay algo más en ellas, algo que nunca antes sentí y que no sé cómo llamar. Me siento sin palabras, pero esta es una nueva casa y necesito palabras nuevas.
-Ahora tu ropa- dice.
-No tengo ropa.
-Claro que no- dice haciendo una pausa- ¿Te pondrías alguna de nuestras cosas viejas por ahora?
-No me molesta.
-Buena muchacha.


Claire Keegan, Tres Luces, Eterna Cadencia, 2012
Traducción: Jorge Fondebrider



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