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jueves, 3 de octubre de 2013

Iris Murdoch: El mar, el mar...







"El mar que se extiende ante mí mientras escribo, más que destellar, resplandece bajo el suave sol de mayo. Con el cambio de marea, se recuesta calladamente contra la tierra, casi sin huella de ondas ni de espuma. Próximo al horizonte es de un púrpura suntuoso, marcado por líneas regulares de verde esmeralda. En el horizonte es índigo. Cerca de la playa, donde la visión se da enmarcada por amontonamientos de desiguales rocas amarillas, hay una franja de verde más pálido, helado y puro, menos radiante y sin embargo opaco, no transparente. Estamos en el norte, y la luz brillante del sol no puede penetrar en el mar. Allí donde el agua golpea suavemente sobre las rocas sigue siendo una superficie de color, como una piel. El cielo sin nubes es muy pálido en el horizonte índigo, que le pone un leve trazo de plata. Su azul se intensifica y vibra hacia el cenit. Pero el cielo parece frío, hasta el sol parece frío.
Había escrito lo que antecede, destinado a ser el párrafo inicial de mis memorias, cuando sucedió algo tan extraordinario y tan horrible que no puedo decidirme a describirlo ni siquiera ahora, transcurrido un intervalo, a pesar de que se me ha ocurrido una explicación, posible aunque no del todo tranquilizadora. Quizá me sentiré más sosegado y con la cabeza más despejada después de un nuevo intervalo.
He hablado de memorias. ¿Será eso lo que resulte en un diario?. ¡Cómo lamento no haber llevado uno antes! ¡Qué recordatorio habría sido! Pero ahora los principales acon­tecimientos de mi vida han pasado y lo único que me queda es «recordar en tranquilidad». ¿Arrepentirme de una vida de egoísmo? No exactamente, y sin embargo, algo parecido. Por cierto que jamás dije esto a las señoras ni a los caballeros del teatro. Todavía estarían riéndose.
El teatro es sin duda un lugar para aprender sobre la brevedad de la gloria humana; ¡oh, todas esas pantomi­mas maravillosas, resplandecientes, absolutamente des­aparecidas! Ahora he de abjurar de la magia y convertirme en ermitaño: ponerme en una situación en la que pueda decir sinceramente que no tengo otra cosa que hacer que aprender a ser bueno. Con razón se considera el final de la vida como un período de meditación. ¿Acaso lamentaré no haberío comenzado antes?
Es necesario que describa, hasta aquí está claro, y que escriba de una manera muy diferente de cualquiera otra que haya empleado antes. Lo que escribí antes lo escribí en agua, y deliberadamente. Esto es para que permanez­ca, algo que no puede renunciar a la esperanza de perdu­rar. Sí, personifico ya el objeto, el libro, el libellus, esta criatura a quien estoy dando vida y que inmediatamente parece tener voluntad propia. Quiere vivir, quiere sobre­vivir.
He pensado en escribir un diario, no de sucesos, porque no los habrá, sino como un registro de ocurrencias mezcladas y observaciones cotidianas: «mi filosofía», mis pensées contra un fondo de simples descripciones del tiempo y de otros fenómenos naturales. Ahora vuelve a parecerme una buena idea. El mar. Podría llenar un volumen simplemente con mis imágenes verbales de él."

…..abrí los ojos con pasmo y vi que el cielo había vuelto a cambiar del todo y ya no estaba oscuro, sino brillante, dorado, como oro en polvo, como si hubieran ido apartando sucesivas cortinas tras las estrellas que antes había visto y ahora me encontrase mirando hacia el vasto interior del Universo, como si éste, en silencio, se pusiera del revés, como un guante. Salieron más y más estrellas, tachonando el cielo hasta que no quedó más espacio entre ellas. No hubo más polvo dorado que las estrellas; la Luna había desaparecido…”


Traducción:  Marta Guastavino, Editorial Versal




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